Turismo rural comunitario y diferenciación campesina |
Martes, 14 de Junio de 2011 09:19 |
Jordi Gascón (ATR) Artículo de Jordi Gascón, de Acció per un Turisme Responsable – ATR, publicado por la revista de estudios rurales Mundo agrario, en Argentina.
En los últimos años, el turismo rural comunitario se ha presentado como un instrumento adecuado para aumentar la renta de la población campesina y diversificar sus fuentes de ingresos. Pero se trata de una actividad económica que no está exenta de riesgos. A partir de un caso específico (la isla peruana de Amantaní, en el Lago Titicaca) el artículo estudia uno de ellos: el impacto del turismo en la cohesión socioeconómica comunitaria. Amantaní es la isla más grande y poblada que Perú tiene en el lago Titicaca: 850 hectáreas de superficie en las que residen alrededor de 4.000 habitantes (INEI 2007), todos campesinos quechuas. Desde finales de la década de 1970, los amantaneños desarrollaron un turismo que durante la década de los 80’ y 90’ se clasificaba como de étnico o simplemente alternativo, pero que hoy entraría en la denominación de turismo rural comunitario. Tras la crisis de la década de 1980 (la llamada “década perdida”) y con la generalización de las políticas económicas neoliberales en los ‘90, a Latinoamérica se le indicó que su aportación a la economía mundial tenía que centrarse en la producción de alimentos y materias primas para la exportación, recuperando la tesis principal del modelo librecambista y primario-exportador decimonónico (Ruesga&Bichara, 2005; Gascón, 2010). Pero también se ofrecieron otras opciones complementarias, como la industria de maquila (aprovechando los bajos costos laborales de la región, los beneficios fiscales establecidos en las zonas francas y la cercanía al potente mercado norteamericano) o el turismo (Cordero Ulate, 2006).
En las últimas décadas, incluso antes del desarrollo del Neoliberalismo, el turismo se fue vendiendo como una estrategia fácil y rápida de desarrollo y lucha contra la pobreza, capaz de generar elevados beneficios con muy poca inversión, ya que su principal elemento de atracción (el paisaje y la cultura autóctona) ya estaban gratuitamente establecidas (Burns&Holden, 1995; Mowfoth&Munt, 1998; Hamilton, 2006; Hickman, 2007; Nowicka, 2008). Este discurso, encabezado por la Organización Mundial del Turismo y legitimado cuando esta institución multilateral entró en la estructura de Naciones Unidas como agencia especializada a principios de la década del 2000 (Cheong&Miller, 2000; Hannam, 2002; Duterme, 2006), fue calando con éxito en todos los estratos de la sociedad latinoamericana (Mowforth&Charlton&Munt, 2008). Y también en los sectores rurales-campesinos. Frente a los modelos de turismo dominantes, como el de enclave, que se han mostrado muy agresivos con el mundo rural (Pi-Sunyer, 1973; Evans, 1979; Reynosa&Regt, 1979; Crick, 1989; DeVries, 1989; Ramirez, 1992; McLaren, 1998; Clancy, 2001; Almeida, 2002; Feeroz, 2009), algunas experiencias parecían sugerir que era posible apostar por un turismo gestionado por unidades familiares campesinas, por comunidades, por cooperativas o por pueblos indígenas, integrando este tipo de actividad de forma complementaria a las tradicionales (Ploeg, 2008; Mbaiwa&Sronza, 2010; Ruiz-Ballesteros, 2011). Una propuesta que incluso podía ser coherente con un modelo de desarrollo rural basado en una estrategia de Soberanía Alimentaria (Cañada&Gascón 2007; Gascón&Cañada, 2007). El turismo así gestionado, y al que en las últimas décadas se ha venido a denominar turismo rural comunitario, agroturismo o turismo campesino entre otras denominaciones, debía ayudar a la consolidación de las maltrechas economías campesinas latinoamericanas ofreciendo un aporte de recursos económicos y diversificando sus fuentes de ingresos. Además, el turismo rural comunitario coincidía perfectamente con las tendencias post-fordistas crecientes en el turismo internacional (1). Entendemos por turismo rural comunitario un tipo de turismo de pequeño formato, establecido en zonas rurales y en el que la población local, a través de sus estructuras organizativas, ejerce un papel significativo en su control y gestión. Esta definición es muy laxa, pero permite englobar toda la variabilidad de experiencias existentes (Gascón&Cañada 2005). Igualmente, el turismo rural comunitario es destacable porque se dirige a los sectores más desfavorecidos de la sociedad y establece sinergias con otras políticas de desarrollo (económicas en el ámbito agropecuario, de patrimonio cultural, medioambientales, etc.) (2). Pero aunque este tipo de turismo puede parecer sobre el papel interesante y beneficioso para las economías campesinas, su introducción no está exenta de riesgos. Después de años de euforia y confianza en las expectativas que ofrecía el turismo rural comunitario (Mowforth&Munt, 1998), en la última década la literatura especializada está valorando y considerando esas limitaciones. Así, diferentes estudios están descubriendo que hay serios problemas de la viabilidad, tanto por el hecho de que la demanda parece estancada mientras que la oferta ha tenido un crecimiento exponencial (Díez&Bazzani, 2005; Notzke, 2006) como porque los mercados son excesivamente elásticos (Santana, 2009). Pero especialmente porque el acceso a los turistas siempre está mediatizado por agentes foráneos (tour-operadores, guías, transportistas,...), lo que no permite un control real del negocio por parte de la población local; bien al contrario, es aprovechado por esos mediadores para imponer sus condiciones (Esparza&Aquise, 1997; Wearing&McDonald, 2002; Blackstock, 2005; Morais et al, 2006; Mowforth&Charlton&Munt, 2008; Telfer&Sharpley, 2008). Otro ámbito de debate es su impacto en las relaciones de género: si bien a menudo se plantea que puede tener efectos positivos, tales como la mejora de la autoestima de la mujer, también se descubre que puede acabar consolidando sus roles tradicionales y que asume la mayor parte del esfuerzo de la nueva actividad, ya que comporta especialmente tareas del ámbito doméstico como el alojamiento o la alimentación de los visitantes (Smith, 1994; García-Ramón&Canoves&Valdovinas, 1995; Caballé, 1997; Henrici, 2007). Diversos estudios plantean el riesgo de que las actividades tradicionales se degraden por una desviación de la fuerza de trabajo disponible hacia la nueva actividad (Stronza, 2001; Pereiro Pérez&Smith Inawinapi, 2007). También se ha detectado la dificultad de la población local para controlar y gestionar una actividad compleja y para la que tienen escasa o nula formación (Davis&Morais, 2004), o que mayoritariamente son iniciativas promovidas por agentes foráneos (ONG, políticas gubernamentales,...) y no propuestas endógenas (Gorton&White&Chaston, 1998; Paniagua, 2002). Igualmente se le acusa de ser un mecanismo a nivel "micro" de mercantilización de la naturaleza (Duffy, 2008). Incluso se empieza a dudar de su real capacidad para generar ingresos que permitan reducir los niveles de pobreza de la población local, factor que era uno de sus principales atractivos (Deller, 2010). Dentro estas visiones más pesimistas sobre las posibilidades que ofrece el turismo rural comunitario, un aspecto sobre el que cada vez se presta mayor atención es la distribución de los beneficios y la conflictividad que esta actividad puede generar dentro de la comunidad (Santana, 1997; Weaver, 1998; Barkin, 2000; Jones, 2005; Morais et al, 2006; Telfer&Sharpley, 2008; Schellhorn, 2010). Es en este tema en el que centra su interés el presente artículo. Y lo hace en base a un caso concreto: el de la Isla Amantaní. Amantaní es la isla más grande y poblada que Perú tiene en el lago Titicaca: 850 hectáreas de superficie en las que residen alrededor de 4.000 habitantes (INEI 2007), todos campesinos quechuas. Desde finales de la década de 1970, los amantaneños desarrollaron un turismo que durante la década de los 80’ y 90’ se clasificaba como de étnico o simplemente alternativo, pero que hoy entraría en la denominación de turismo rural comunitario. A mediados de la década de 1990 (3) este turismo había tenido un éxito escaso en relación a las expectativas planteadas, pero había provocado cambios significativos en las relaciones sociopolíticas y económicas de la comunidad. El turismo no era el principal recurso de Amantaní. Otras fuentes de ingresos, tales como la agricultura o la emigración temporal tenían mayor importancia para el grueso de su población y para la economía isleña en su conjunto. Sin embargo, diversos factores hicieron que el turismo fuera, a partir de 1980, el elemento alrededor del cual giraba la conflictividad y se establecían los grupos de poder. Para explicar este fenómeno hemos desarrollado el concepto de Recurso Estructurador (Gascón 1996a, 2005b; Pérez Berenguer&Gascón 1997). Definimos Recurso Estructurador como aquél que, en cada momento histórico, aparece como el más importante en la composición de la estructura socioeconómica de la comunidad, pues salvo excepciones caracteriza a los individuos que lo controlan, lo poseen o lo poseen en mayor cantidad como los de mayor capacidad económica, y a los excluidos como los de menor, sin que necesariamente sea el recurso más importante de la comunidad en términos absolutos. En el caso que nos ocupa veremos que esto tiene lugar especialmente porque la distribución de los beneficios de los otros recursos se distribuían de forma relativamente equitativa, mientras que los beneficios del turismo se concentraron en manos de un grupo minoritario. 1. De la esperanza al desencanto
Desde mediados de la década de 1970, en la Isla de Taquile, vecina a Amantaní, se había desarrollado el sector turístico mediante una gestión de tipo cooperativo. Aunque con diferencias, toda la comunidad se beneficiaba del nuevo recurso, ya fuese transportando turistas, hospedándoles y/o con la venta de artesanías (4). Ante esta perspectiva, las autoridades amantaneñas decidieron promover también el turismo, y comenzaron a realizar las gestiones oportunas en las instituciones gubernamentales. Poco después la isla fue reconocida oficialmente como zona de interés turístico. Los amantaneños confiaban que los turistas llegarían a raudales para beneficio de todos. Con esta esperanza, realizaron una serie de acciones destinadas a asegurar y explotar el nuevo recurso. La mayoría de los isleños prepararon una habitación en sus viviendas para hospedar a los turistas. La Municipalidad, encargada de dar las licencias de hospedaje, dictaminó las normas mínimas de limpieza y confortabilidad que estas habitaciones debían cumplir, y estableció precios fijos por el alojamiento. Con apoyo del programa gubernamental CORPUNO, en 1979 se construyó el Salón Artesanal, donde cada familia podría poner a la venta sus trabajos (tejidos, cestería, etc.). Entre 1979 y 1980 los amantaneños expusieron sus artesanías en diferentes lugares del país, con el objeto de dar a conocer la Isla. Para cubrir los gastos de estas actividades de promoción se establecieron cuotas a pagar por todos los isleños. Los restos arqueológicos de la Isla también empezaron a ser cuidados y arreglados, después de siglos de destrucción por las labores agrícolas. En esa época dos nuevos cargos se instituyeron en cada una de las ocho comunidades de Amantaní, para dirigir y organizar las nuevas actividades que debía conllevar el turismo: Centro Materno y Presidente de Comunidad. El primero, asumido por mujeres, se dedicaba a gestionar la venta de artesanías a través del Salón Artesanal. El segundo debía mantener en buen estado las infraestructuras: control de la limpieza de las habitaciones, refacción y mejora de caminos y restos arqueológicos, etc. Pero a principios de los años 80, las esperanzas colocadas en el turismo por todos los amantaneños como la mejor solución para resolver sus problemas económicos fueron desapareciendo. Hasta ese momento todos los amantaneños habían participado activamente en las actividades destinadas a promocionar el turismo. A partir de entonces, ya no fue así. Por el contrario, empezaron a generarse conflictos y a surgir críticas contra los más beneficiados por el nuevo recurso: los lancheros. Dos razones explican este proceso de desilusión: a) la escasez del turismo en relación a las expectativas depositadas; y b) su monopolio por un sector minoritario. 1a. La escasez de turistas El número de turistas que empezó a llegar a la Isla era muy escaso. Aunque entre 1980 y 1989 fue en aumento, en ningún momento alcanzó valores remarcables: al final de la década, y en los meses de temporada alta (julio y agosto), llegaban una media de quince a veinte viajeros, que generalmente no pasaban más de una noche; el turismo era prácticamente anecdótico en los demás meses. A principios de la década de 1990 el turismo prácticamente desapareció, debido el incremento del conflicto armado protagonizado por las guerrillas Sendero Luminoso y MRTA y las fuerzas armadas y policiales gubernamentales (5). También afectó las noticias que llegaban a los países occidentales sobre la epidemia del cólera que arrasó el Perú en 1991 y que terminó expandiéndose por buena parte del subcontinente. A partir de 1993, tras la detención de los principales líderes guerrilleros, el turismo extranjero volvió a incrementarse hasta alcanzar cifras récord: a mediados de la década de 1990, en los meses de julio y agosto, una o dos lanchas al día se habían de dedicar exclusivamente al transporte de turistas. No obstante, en ningún momento se llegaron a cubrir las expectativas planteadas inicialmente ante el ejemplo taquileño. Diversos factores explican esta situación. Por un lado, la vecina Taquile absorbía la mayor parte del turismo que visitaba el Titicaca. Esto se explicaba por dos razones: su mayor cercanía a la ciudad de Puno, de donde procedían los turistas, y una campaña propagandística exitosa, que llevó a Taquile y a su prestigiosa artesanía textil a ser conocidos internacionalmente. La mayor parte del turismo que llega al Titicaca es atraído por Taquile. Taquile pasó de ser un referente para los amantaneños a convertirse en un competidor ante el que tenían escasas posibilidades de rivalizar. Otro elemento que explica el éxito del turismo en Taquile en relación a Amantaní es el factor demográfico. Taquile tenía a mediados de la década de 1990 unos 1.300 habitantes, y Amantaní alrededor de 4.000. Por lo tanto, el número de visitantes en Amantaní habría tenido que ser tres veces superior al que recibe Taquile para alcanzar la misma ratio turista-habitante. 1b. El desigual reparto de los beneficios Desde el inicio de la actividad, el turismo se planteó como un "recurso comunal". Entendemos como tal aquella fuente de ingresos o prestaciones que pertenece en propiedad a toda una comunidad sin exclusión de parte o alguno de sus miembros, lo que se refleja en una normativa más o menos estructurada, oral o escrita, o cuanto menos así lo entiende toda la comunidad y lo presenta en su discurso. El término “comunal” hace referencia, pues, al sistema de gestión y a la titularidad de la propiedad. Sin embargo, no necesariamente a la distribución de sus beneficios. Por el contrario, y como ha sido estudiado ampliamente para el caso andino (Smith, 1978; Fuenzalida, 1982; Gonzales de Olarte, 1987; Bonilla, 1988; Montoya, 1989; Mayer&Cadena, 1989; Figueroa, 1993; Diez, 1999; Remy, 2004), la propiedad comunal de un recurso no es obstáculo para que su usufructo sea desigual, e incluso que parte de los comuneros se vean exentos de sus beneficios. Como sucede con los recursos comunales tradicionales, en la práctica los beneficios del turismo no se reparten por igual entre todos los isleños. El turismo, aunque recurso de propiedad comunal, fue monopolizado por un grupo reducido de amantaneños. Como veremos más adelante, esto fue posible porque este grupo poseía los medios que permitían la explotación del recurso: las lanchas que viajan entre Amantaní y la ciudad de Puno. Pero para comprender este desigual acceso al recurso turístico y el conflicto que esto generó, primero es necesario conocer la estructura socioeconómica de Amantaní y su formación histórica. 2. Estructura socioeconómica y movilidad social en Amantaní
Durante siglos, Amantaní fue tierra de haciendas. Todos los isleños mantenían el mismo tipo de relación contractual con el fundo al que pertenecían: éste les cedía unas parcelas agrícolas en usufructo, y a cambio explotaba su fuerza de trabajo prácticamente sin ninguna otra compensación. Era un contrato verbal, establecido por la tradición y la costumbre, y que se transmitía de generación en generación. Pero si bien la naturaleza del contrato era semejante para todos los colonos, la sociedad campesina no era homogénea social y económicamente. Las haciendas así lo procuraban. Para lograrlo, ponían en práctica mecanismos que impedían a sus trabajadores autodefinirse como iguales con el fin de dificultar toda acción contestataria. Estos mecanismos se basaban en el sistema de cargos de la hacienda: los mayordomos o capataces, elegidos por los propietarios entre sus colonos de mayor confianza, así como otros allegados (compadres, amigos,...) usufructuaban lotes de terreno mayores y de mejor calidad que los demás (Gascón 1999, 2000 y 2005a). Estas desigualdades se consolidaron a partir de finales de la década de 1940, cuando, con mayor o menor reticencia por parte de sus dueños, los colonos fueron adquiriendo los fundos. El proceso terminó en 1964, con la compra-venta de la hacienda más grande. Las tierras de las haciendas fueron repartidas entre los campesinos. Pero este reparto no fue igualitario, sino que dependió de la aportación económica que cada uno había realizado para reunir el monto total en que los fundos habían sido cotizados. Las diferencias a la hora de la compra fueron considerables. Aquellos que acapararon más tierras fueron, sobretodo, los que ya en tiempos de la hacienda usufructuaban más y mejores tierras, pues pudieron acumular más excedentes que sus vecinos y aportar un mayor capital. Como vemos, la tierra era entonces el recurso más importante en la formación de la estructura socioeconómica de la Isla; era el Recurso Estructurador. Las últimas décadas se han caracterizado por un elevado crecimiento demográfico en Amantaní, que provocó que la cantidad de tierra y su producción por habitante disminuyesen. Actualmente la agricultura no produce excedentes, ni tampoco abastece para todo el año. Esto obliga a los amantaneños a depender cada vez más del mercado exterior de bienes y de trabajo (Gascón 1996b, 1998). Pero aunque hasta este momento la tierra era el Recurso Estructurador, la crisis en el valor relativo de la tierra no provocó una homogeneización económica. Todo lo contrario: la estratificación se mantuvo e, incluso, se acentuó. A medida que la renta del suelo disminuía los campesinos con más posibilidades económicas, ya fuese porque poseían más tierras o porque habían emigrado con éxito y acumulado un capital, invirtieron en otras fuentes de ingresos. De esta manera no sufrieron tanto los embates de la explosión demográfica como ocurre con los más pobres, quienes quedaron más atados a la suerte de la tierra. Esos campesinos más solventes económicamente se convirtieron, por ejemplo, en los dueños de las tiendas de abarrotes o en los patrones de las lanchas que ponen en contacto Amantaní con Puno. Sus tierras, por otra parte, fueron las menos dañadas, porque al tener sus ingresos más diversificados no tuvieron necesidad de sobrexplotarlas como ha sucedido con los más pobres. Su mejor economía, también, les permitió acceder con mayor facilidad a insumos agrícolas del mercado. Además pudieron invertir en el futuro de sus hijos, ya fuera procurándoles una educación o bien ofreciéndoles apoyo económico en la emigración (Gascón 2004). En la década de 1990, la labor que definía a muchos amantaneños como ricos (hablaremos de campesinos ricos y pobres por ser términos utilizados por los mismos isleños) era la de lanchero. A principios de la década de 1970 en Amantaní aparecieron las primeras lanchas que funcionaban con motor de camión. Cada lancha fue adquirida por un número indeterminado de amantaneños que establecían una sociedad. Pero no todos los socios recibían los mismos beneficios que generaba la embarcación. Los amantaneños distinguen entre socios y lancheros propiamente dichos. Los segundos eran los socios que más aportaron en la construcción de la embarcación. Esto les daba derecho a asumir el papel de tripulación. Sobre el papel, los beneficios que la lancha ofrecía a los socios era viajar gratuitamente y recibir una parte proporcional de las ganancias por el transporte de pasajeros y cargas. En la realidad, el beneficio proporcionado por las lanchas estaba relacionado con el turismo, beneficio que era monopolizado por los lancheros: ellos hospedaban en sus casas a aquellos turistas que transportaban a la isla (por la lejanía de Puno, los viajeros han de pasar al menos una noche en Amantaní). Sólo cuando el número de visitantes sobrepasaba su capacidad de hospedaje cedían algunos a los socios minoritarios de la lancha. Pero esto sucedía en pocas ocasiones, ya que como hemos visto el turismo que llegaba a la Isla era escaso. Este monopolio suscitaba las protestas de los socios no-lancheros y del resto de la población amantaneña. En definitiva, si bien el Recurso Estructurador cambió en las últimas décadas, la estructura socioeconómica no varió: un grupo preponderante absorbía la mayor parte de los beneficios del nuevo recurso, mientras que la mayoría de la población se beneficiaba poco o nada. Pero si la estructura se mantuvo, no sucedió igual con los individuos que conformaban cada grupo socioeconómico. Noventa lancheros habían en Amantaní en 1995. Veintiocho (el 31.1%) pertenecían a familias que, antaño, ya formaban parte del grupo campesino dominante, al usufructuar mayor cantidad de tierras. Los demás (el 68.9%) eran isleños que habían alcanzado su actual estatus en las últimas décadas. Estos últimos eran campesinos que durante varios años, en su juventud, emigraron con éxito, y regresaron con un pequeño capital ahorrado. Posteriormente tuvieron suerte a la hora de invertir este capital: se hicieron lancheros, años antes de aparecer el recurso turismo. 3. El conflicto
En la década de '90, y desde los ‘80, la lucha por el control del turismo entre la minoría que lo controlaba y la mayoría excluida era el eje alrededor del cual giraba la conflictividad social en Amantaní. La oposición a los lancheros adoptó diversas formas. La crítica, por ejemplo, era una de ellas. En ocasiones, estas críticas se manifiestaban en pintadas dirigidas contra los principales líderes lancheros, a los que se acusaba de ladrones y de mafiosos. Otra de las formas de oposición a los lancheros era boicotear actividades dirigidas a promocionar el turismo. Un ejemplo fue el intento de recuperar la vestimenta tradicional, una práctica que los taquileños habían establecido. La indumentaria tradicional masculina se compone de pantalón negro, camisa cruda y chaleco corto de color crudo por la espalda y negro por delante, todas estas prendas de lana o de tucuyu (algodón basto), y chullo (capucha de lana con orejeras) en la cabeza. El poncho se utiliza poco, debido al clima templado de la Isla. Las mujeres se atavían con polleras (faldas) de diversos colores atadas a la cintura con una faja y camisa blanca de tucuyu bordado. Se cubren la cabeza con una manta negra bordada. Suelen llevar una manta en la espalda, que utilizan para transportar niños o cargar productos. En la actualidad, sólo los más ancianos visten de esta manera. La mayoría utilizan jeans o pantalones de pana, camisas de fabricación industrial, gorras con visera y jerseys y anoraks de distinto tipo. Para las ceremonias u otras circunstancias de importancia, visten trajes de confección. Las mujeres siguen vistiendo como antaño, pero muchas prendas que utilizan ya no las hacen ellas mismas, sino que las adquieren en el mercado. Los lancheros, con el apoyo de instituciones gubernamentales foráneas, intentaron restablecer la vestimenta tradicional en diversas ocasiones, como una manera de atraer el turismo mostrando una supuesta autenticidad. Pero estos intentos fracasaron, ya que la mayoría de los amantaneños se opusieron. Por un lado, no lo consideraron oportuno, pues pensaron que sólo podía beneficiar a una minoría. Por otro, la mayor parte de la población ya no tenía ropa de este tipo, por lo que debían hacer una inversión en dinero y tiempo para la adquisición de las materias primas necesarias y la elaboración de los tejidos y prendas. Por último, la ropa de fabricación industrial tiene un valor añadido: actúa como un símbolo de cosmopolitanismo y de prestigio (Barragán 1997) del que muchos isleños, especialmente los más jóvenes, no estaban dispuestos a desprenderse. Pero los intentos de establecer un sistema de reparto de los turistas fue la acción más decidida tomada por los isleños contra los lancheros. En dos ocasiones se llegó a establecer el cargo del repartidor durante un breve espacio de tiempo. El primero fue entre 1982 y 1983. Era la época en que las expectativas en el turismo empezaron a desaparecer para la mayoría de los amantaneños, debido a la escasez de visitantes y a su control por parte del sector lanchero. No obstante, el número de visitantes aumentaba cada año. Esto, y el sentimiento de injusticia por el desigual usufructo de un recurso considerado comunal, llevó a los amantaneños a reclamar con insistencia la creación de un sistema de reparto más equitativo. Finalmente se creó el cargo de repartidor. A los pocos meses, los lancheros empezaron a boicotear las adjudicaciones de turistas establecidas por el repartidor, aludiendo que se aprovechaba del cargo para favorecer a sus allegados. El segundo intento de imponer la figura del repartidor fue en 1993, cuando el turismo empezó a repuntar en Perú. J.H., el recién elegido alcalde del distrito de Amantaní, fue su promotor. J.H. había alcanzado este cargo con el apoyo de grupos opositores a los lancheros, y su primera decisión como alcalde fue recuperar la figura del repartidor. El alcalde eligió como para el cargo a uno de sus concejales, que empezó a establecer un sistema de turnos. Los lancheros, como diez años antes, reaccionaron acusando al repartidor de favorecer a sus allegados. Ciertamente, esto era así: los primeros en recibir turistas fueron los concejales y sus familiares más cercanos. Igual que en 1983, esto sirvió de pretexto a los patrones para boicotear los repartos, y volvieron a llevarse a sus casas a los turistas que transportaban. La crisis llegó a su cénit en junio de 1993, cuando el alcalde y sus concejales fueron al muelle a recibir la lancha que ese día llevaba turistas para obligar a los lancheros a respetar las decisiones del repartidor. Lancheros y regidores se enzarzaron en una fuerte discusión, ante la perplejidad de los turistas. Unos días después, representantes de los lancheros y autoridades municipales se reunieron para llegar a un acuerdo. Finalmente se decidió que los patrones se quedarían cada día con seis de los turistas que transportasen, y que cuando el número de turistas superase esta cifra, los restantes serían distribuidos a los demás isleños. El alcalde, además, se comprometía a apoyar actividades dirigidas a promocionar el turismo. Este pacto estabilizó el conflicto durante un tiempo. Pero pasado los meses de temporada alta y normalmente llegaban a Amantaní menos de seis turistas diarios, el alcalde rompió la paz establecida con una nueva decisión que dañaba los intereses de los lancheros: aumentar los impuestos municipales sobre los hospedajes. Los lancheros entendieron que el pacto se había roto. Además de oponerse a esta medida, volvieron a reclamar el control absoluto sobre el turismo. Por otra parte, acusaron al alcalde de malversación de fondos públicos y le llevaron a los tribunales. Finalmente los lancheros volvieron a ganar la partida: J.H. decidió anular los repartos de turistas, posiblemente porque las cuentas de la Municipalidad no estaban claras. Además el alcalde terminó aliándose, de forma más o menos explícita, con el grupo lanchero. Tras observar la fuerza de los lancheros, decidió cambiar de aliados. Sus principales detractores empezaron a ser las personas que habían apoyado su candidatura. Así lo explicaba una de ellas. Yo apoyé a J.H. No fui en su candidatura porque había sido concejal el año anterior, y no quería ser concejal dos candidaturas seguidas, porque también tengo trabajo en la Parroquia. Pero le apoyé. Yo creía que haría cosas para la Parroquia, para la Isla, pero no ha hecho nada. No es buen alcalde. En bebida se lo gasta todo. S. M. En cambio la opinión sobre el alcalde de A.M., uno de los líderes del grupo lanchero, varió en sentido contrario. Inicialmente, su valoración era muy crítica. Este alcalde, J.H., ha hecho compromisos con los lancheros. Tenía que construir un local en el puerto, una sala de descanso para los turistas. Pero no ha hecho nada. Además, ha subido mucho la tarifa municipal sobre los alojamientos. Una tarifa de treinta soles al año. Eso no nos gusta. Fuimos a su oficina: señor alcalde, usted no tiene obras, pero ha elevado la tarifa. Porque el año pasado la tarifa era de tres soles. Entonces él se enfadó. Toda la comunidad le critica. La Municipalidad recibe mucho dinero, sesenta millones de soles..., pero no hay obra. Sólo hay gastos. Gastos, gastos, gastos,... ¿Por qué hay tantos gastos? No hay facturas. Nadie es un santo, pero lo que se gasta debe tener facturas. A. M. En 1995, pasado el conflicto, su visión del alcalde y de su trabajo era totalmente distinta. Ahora el alcalde está trabajando con el pueblo. Ahora los lancheros estamos contentos con el alcalde. Es un buen alcalde, y es amigo mío. Cuando bebe alcohol, no me molesta. Se comporta bien, como un alcalde. Da materiales para constuir salones,... El año pasado los lancheros estábamos enfadados con él, porque hacía lo que quería. Pero hemos tenido una reunión y ahora estamos trabajando bien. Ya no hay ningún problema. Ahora está tranquilo. A. M. Los lancheros se defendían confirmando que el turismo era un recurso comunal del que todos los amanteños debían beneficiarse, pero que si no distribuían los visitantes se debía a su escasez. Aunque el turismo siempre fue menor de lo esperado inicialmente, consideraban esta poquedad como un problema coyuntural. Una vez resuelto el turismo generaría beneficios para todos. Pero el número de visitantes no explicaba por qué los pocos amantaneños beneficiados tenían que ser los lancheros. Por esta razón, generaron una serie de discursos destinados a justificar su monopolio. Uno de estos discursos consistía en afirmar que sólo ellos sabían cómo había que tratar a los huéspedes, porque llevaban años haciéndolo y conocían sus gustos. También aseguraban que tampoco todos los isleños tenían sus casas acondicionadas correctamente para alojar turistas. O acusaban a los demás isleños de no apoyar las iniciativas destinadas a promocionar el turismo. Pero el discurso más elaborado y más utilizado por los lancheros consistía en asegurar que su monopolio del turismo era necesario para poder cubrir los gastos de la embarcación. Afirmaban que no ganaban nada como transportistas. Las ganancias que obtenían por transportar personas y mercancías revertían en las lanchas: mantenimiento, reparaciones, impuestos, combustible, amortización de la embarcación (que debía cambiarse cada diez o doce años), etc. El transporte era un servicio a la comunidad que no generaba ganancias, sino trabajo y problemas. Por esta razón consideraban lógico ser ellos los principales, sino los únicos, beneficiarios del turismo. En la década del 2000, la distribución desigual de los ingresos por el turismo ya era un hecho consolidado y aceptado por la comunidad. Las esperanzas colocadas en esta actividad por la mayor parte de los isleños se fue difuminando, y con ella, la conflictividad política que llegó a caracterizar a Amantaní (Remy, 2005). Incluso algunos de los principales líderes que encabezaron la oposición al monopolio lanchero del turismo acabaron cambiando de estrategia, y optaron por crear asociaciones y convertirse igualmente en lancheros. 4. Conclusiones: Riesgos y posibilidades del turismo en el mundo rural
Sin entrar en un debate esencialista sobre la “bondad” o “perversidad” intrínseca del sector turístico (se puede aducir que la manera como afecta a determinados sectores de la población y al ecosistema depende del modelo de gestión adoptado y no de la naturaleza de la actividad), si se puede aventurar que históricamente ha tendido a generar más problemas que soluciones a las economías campesinas que se han visto influidas por él. Esto se entiende mejor si adoptamos una visión conflictivista para analizar el fenómeno turístico. El turismo, como cualquier otro recurso que genera beneficios, aparece como un espacio de conflicto social: un recurso sobre el que los distintos sectores sociales implicados no sólo no tienen los mismos intereses, sino que muchas veces presentan posiciones opuestas (Gascón&Cañada 2005). El conflicto se da, principalmente, a dos niveles: en la aplicación de los recursos y en la distribución de los beneficios. En relación al primer nivel de conflicto, el turismo surge como una nueva actividad económica que requiere para su desarrollo de recursos naturales (agua, tierra), energéticos, humanos (mano de obra) y financieros (capital bancario, tesoro público) que normalmente ya están siendo empleados, con anterioridad, por otros sectores económicos. La aparición del turismo comporta una necesaria restructuración en el uso de estos recursos. En ocasiones, puede que esta restructuración se haga de forma equilibrada, y que tras el reajuste todos los sectores económicos reciban la cantidad de recursos que requieren para asegurar su buen funcionamiento. Pero puede que esto no suceda así. Puede suceder, por el contrario, que el nuevo sector acapare recursos por encima de los mínimos requeridos para asegurar la sostenibilidad de los tradicionales y del ecosistema. El caso de la República Dominicana, el más claro exponente de país latinoamericano volcado en el desarrollo de este sector, evidencia que lo segundo sucede con mayor asiduidad que no lo primero, tal como vienen denunciando sus organizaciones campesinas (La Vía Campesina & CLOC 2007). Pero es el segundo nivel de conflicto el que más interesa a nuestro caso. Si el control y gestión de los diferentes sectores económicos recayese sobre toda la población de forma equitativa, el conflicto anterior tal vez no lo sería tanto. Se daría, simplemente, una sustitución de una actividad por otra. Pero sucede que esto raramente sucede así. Por lo general el control y gestión, y el acceso a los beneficios, de cada sector económico corresponde a sectores de población diferentes. Incluso (especialmente) a sectores de población que no son locales. El caso presentado de la Isla de Amantaní es un ejemplo claro de este segundo nivel de conflicto, al mostrar cómo el turismo, aún cuando esté controlado y gestionado por la población local, puede convertirse en el eje estructurador de la diferenciación socioeconómica y de la conflictividad intracomunitaria. Y lo es con especial claridad porque evidencia como esto puede suceder incluso cuando se trata de un recurso limitado. El desarrollo del turismo no transformó la estructura socioeconómica de Amantaní. Como antaño sucedía con la tierra, un grupo minoritario usufructuó la mayor parte de los beneficios que generaba el nuevo Recurso Estructurador, mientras que un porcentaje elevado de la población no obtenía ningún beneficio o se aprovechaba sólo marginalmente. Sin embargo, sí propició la movilidad social. Una gran parte de las actuales familias socioeconómicamente preponderantes son familias que antaño ya controlaban el que, entonces, era el Recurso Estructurador (la tierra). Esto se debió a que el usufructo del nuevo Recurso Estructurador (el turismo) requería una inversión previa (la adquisición de una lancha a motor) que sólo estaba al alcance de los campesinos más ricos. Además, sólo ellos podían invertir en contextos de incertidumbre, ya que tenían la suficiente capacidad económica para asumir un posible fracaso: estos isleños desconocían si los beneficios iban a cubrir los costos de inversión y operación de las embarcaciones. Pero por otra parte, nuevos actores sociales entraron a formar parte de este grupo preponderante. La mayoría eran campesinos que habían emigrado con éxito durante algunos años y que habían regresado con un capital ahorrado. Para legitimizar su apropiación del nuevo Recurso Estructurador, la minoría que se hizo con el control del turismo concibió un discurso basado en lo que Bonilla denomina una “ideología comunitaria”: La comunidad, (...) como organismo de gestión, no opera siempre en beneficio del conjunto de sus integrantes, sino en provecho particular de la élite campesina a través del ocultamiento de las relaciones de opresión detrás de una ideología comunitaria (1988: 16) Esta ideología procura disimular las desiguales relaciones socioeconómicas que existen en el seno de la comunidad: los lancheros utilizaron el lema "turismo para mejorar la comunidad" para animar a los demás isleños a promocionar el nuevo recurso, y afirmaban que la situación de monopolio era temporal, resultado de la escasez de turistas. Pero la ideología comunitaria no impide que el grupo menos favorecido sea consciente de su situación. Todo lo contrario: estos isleños plantearon diferentes formas de oposición en la medida de sus posibilidades. Lo que impidió que esta oposición se materializase en un reparto más equitativo del turismo no fue el discurso de los lancheros, sino el control que estos tenían sobre los “medios de producción” del Recurso Estructurador: las lanchas que transportaban a los turistas hasta Amantaní. La minoría más beneficiada por el turismo era la propietaria de las embarcaciones. Como afirma Netting (1992), el disfrute de los recursos comunales (en este caso, el turismo) es mayor en aquellos usuarios que disponen de más bienes privados (en este caso, las embarcaciones). El caso amantaneño no invalida que se estén dando formas de turismo gestionado por la población local en el agro latinoamericano coherentes con criterios de sostenibilidad y con estrategias de desarrollo fundamentadas en el rol protagonista del campesinado. El ejemplo de Amantaní lo que hace es demostrar que el control de la gestión del turismo por parte de la población local no es suficiente para superar los riesgos que conlleva la aparición de este nuevo sector. La ya citada Declaración de San José sobre turismo rural comunitario (2001) refleja este temor, al señalar que “somos conscientes de que el turismo puede ser una fuente de oportunidades pero también una amenaza para la cohesión social de nuestros pueblos, su cultura y su hábitat natural”. Por otra parte, el ejemplo amantaneño también enseña que no hay modelos de turismo rural comunitario universalmente aplicables. Una experiencia sostenible y exitosa en un determinado contexto puede ser tratado como referente, pero nunca como un ejemplo a replicar. El modelo de gestión taquileño, tan cercano geográfica, económica, social y culturalmente, no tuvo los mismos resultados en Amantaní. El modelo, que permitió fortalecer la cohesión social en Taquile en los 80 y 90, se convirtió en la principal causa de desestabilización en Amantaní. Notas (1) En la década de los 80’ empezaron a surgir propuestas turísticas que buscaban adecuarse a una demanda heterogénea, al contemplar los diferentes perfiles del potencial público. Al conjunto de estas modalidades turísticas, que se diferencian de las de masas por su carácter más minoritario y sofisticado, se le ha denominado turismo post-fordista. (2) í lo recoge la Declaración de San José sobre turismo rural comunitario, manifiesto firmado en San José de Costa Rica en el 2003 por representantes de pueblos indígenas y comunidades rurales latinoamericanos, y que ratifica y complementa la Declaración de Otavalo sobre turismo comunitario sostenible, competitivo y con identidad del 2001. (3) El presente artículo forma parte de una investigación más amplia que tuvo como base un trabajo de campo realizado en Amantaní entre 1990 y 1996 para la realización de la tesis doctoral, y que en su mayor parte fue publicado en el 2005 (Gascón 2005b). (4) El caso taquileño ha sido ampliamente estudiado. Entre otros trabajos cabe citar los de Healy&Zorn (1983a, 1983b), Zorn (1983, 2004), Matos Mar (1986), Tapia (1983), Vidas (1995, 1996), Esparza&Aquise (1997), Mitchell&Reid (2001), Bardales (2004) o Zorn&Farthing (2007). (5) Sendero Luminoso, autodenominado oficialmente Partido Comunista del Perú, inició su actividad guerrillera en 1980, y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) en 1984. El conflicto, que se alargó hasta mediados de la década siguiente, supuso la muerte y desaparición de decenas de miles de personas y el desplazamiento de elevados contingentes de población campesina de sus lugares de origen. Bibliografía Almeida, F. 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